A cada paso que daba por Chile iba descubriendo un país fascinante. Estrecho y menudo, pero enorme en cuanto a su paisaje y su patrimonio arquitectónico. El sabor de los Andes se descuelga de su horizonte como un terciopelo de colores. La quietud fría del Pacífico, la misteriosa Isla de Pascua y, cómo no, el pequeño archipiélago de Chiloé.
Este último, reducto de incomparable belleza, se halla al sur del país. Un laberinto de pequeñas islas e islotes se aglutinan en él, aunque la más importante de todas ellas es la Isla Grande de Chiloé. Parece mentira que, rodeados de tanta belleza, apenas tenga una leve repercusión en cualquiera de las guías de viaje que estuve hojeando para venir a Chile.
El origen de su nombre dicen que viene de la palabra Chillwe, que en idioma mapuche significa «rincón de las chelles». En el pequeño hotel que nos hospedamos, cuando pregunté qué podían ser las chelles, me señalaron el graznido de unas pequeñas aves blancas de cabeza negra. «¿Oye usted ese sonido?. Son las chelles, los habitantes más antiguos de estas islas».
Salvando las distancias, Chiloé es como una pequeña Galicia (precisamente los primeros españoles que llegaron a la isla la llamaron Nueva Galicia), tanto por el verde de su paisaje como por la fina capa de lluvia menuda que a veces empapa las cosas. La naturaleza abraza todas las construcciones de Chiloé, donde destacan principalmente sus palafitos y sus iglesias, declaradas desde el año 2000 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Para entendernos mejor, los palafitos son pequeñas construcciones de madera, viviendas en la mayoría de las ocasiones, que se encuentran suspendidas sobre unos soportes. Son realmente pintorescas, ya que están pintadas en colores muy vivos, y al estar todas juntas dan sensación de alegría, de espontaneidad. Así son los habitantes de Chiloé, como el color llamativo de sus casas junto al Pacífico.
Otro caso son las iglesias de Chiloé, en el que se funden lo mejor de las tradiciones indígenas y europeas para construir verdaderas obras de arte en madera. El legado que dejaron aquí los jesuitas provocó que, en el siglo XIX, los indígenas de Chiloé construyeran iglesias de madera. La belleza arquitectónica de estas iglesias, y el marco incomparable de encontrarlas junto al mar, hace que la visita a Chiloé ya sea de por sí encantadora.
Foto Vía Taringa